Cada mañana comienza igual: el despertador suena, el cuerpo se levanta, y con él, el compromiso de seguir adelante. A simple vista, parecería una rutina más. Pero con el paso del tiempo, he aprendido que no hay acto más poderoso y valiente que levantarte todos los días con el deseo de cumplir tus objetivos, de luchar, de crecer, de mantenerte firme, aun cuando la vida se complique.
Hoy cumplo 15 años en la organización donde trabajo, y aunque el número suena redondo, el camino ha estado lleno de curvas. No siempre fue fácil. Me he enfrentado a obstáculos, tropiezos, cansancio físico y emocional, pero también a logros, aprendizajes y una transformación personal que valoro profundamente.
He aprendido que el verdadero liderazgo no comienza en la oficina, sino en casa. Que dirigir un equipo no solo se hace con indicadores, también se hace formando seres humanos: guiando con el ejemplo, escuchando con paciencia y amando con convicción. Cada charla con mis hijos, cada comida sin pantallas donde solo estamos nosotros y nuestras palabras, cada risa compartida, cada abrazo... son los verdaderos reportes de rendimiento emocional que me enseñan que voy por buen camino.
He decidido vivir un día a la vez. Aprendí que el equilibrio entre el trabajo y la familia no se encuentra, se construye. Porque así como le ponemos pasión al trabajo, también debemos atender con amor las necesidades del hogar. Criar mujeres y hombres de bien requiere tiempo, voluntad, conciencia. Significa detenernos a validar sus emociones, sus dudas, sus sueños. Escucharlos y también enseñarles a escucharse a sí mismos.
A veces la vida te regala instantes de silencio, de soledad, que no es tristeza, sino encuentro. Me pasa seguido: salgo a caminar, a pensar, a agradecer, y en esos momentos se me acercan animalitos, como si la naturaleza supiera que necesito compañía silenciosa. Y entonces lo entiendo: nunca estamos solos. Dios no nos creó para vivir en soledad, sino para conectarnos, para despertar, para dejar de vivir en automático.
Porque antes, sí, yo me quejaba mucho. Permitía que mis emociones dictaran mis actos. Sobrevivía los días. Y no debería ser así. Fue en medio de esa rutina sofocante que decidí cambiar. Comenzó con pequeñas cosas: observar, agradecer, hablar, compartir, respirar. Y poco a poco, lo personal empezó a alinearse con lo laboral, hasta llegar al punto en que me siento en paz, orgulloso de lo que he construido y de lo que aún me falta por aprender.
Hoy soy un hombre hogareño. Disfruto estar con mi familia, tener charlas semanales con mis hijos donde compartimos lo que aprendimos, lo que sentimos, lo que soñamos. Validamos nuestros sentimientos. Nos escuchamos. Nos respetamos. Y lo más importante: nos elegimos todos los días.
Y a ti, mi esposa, mi compañera de vida, gracias. Gracias por caminar conmigo este trayecto, por tu fortaleza, por tu crecimiento personal y laboral, por reconstruirte cada día con conciencia. Formamos un equipo que trabaja, que se esfuerza y que ama. Que se reta a ser mejor, no por obligación, sino por deseo genuino de tener una vida con propósito, con equilibrio y con amor.
A mis padres y hermanos, también les agradezco. Porque cuando los necesité, ahí estuvieron, siempre. Su apoyo ha sido parte de esta historia.
Hoy, al final del día, me recuesto en la cama con tranquilidad. No porque todo esté resuelto, sino porque sé que lo que hago tiene sentido. Porque tengo claro quién soy, qué he logrado y hacia dónde quiero ir. Porque trato bien a los demás, pero también aprendí a tratarme bien a mí. A veces no se necesitan explicaciones, a veces solo basta con seguir adelante y dejar que nuestras acciones hablen por nosotros.
La vida, en sus etapas, es una experiencia extraordinaria. Y el mayor regalo es tener una familia que no solo te acompaña, sino que te impulsa.
Sigo creciendo. Sigo aprendiendo. Y sobre todo, sigo amando.
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